Las grandes conmociones del espíritu, al igual que las enfermedades incurables, se revelan un día, de repente, en una nimiedad: un perfil entrevisto en un autobús, un verso leído en la infancia que se recuerda súbitamente, una insignificante calentura en un labio, un leve dolor en la espalda. Parecen nada, pero, de pronto, como si fuesen puertas por las que se accede a un mundo de suelos de nube y algodón por el que no podemos caminar, marcan el instante decisivo desde el que ya no podemos regresar, porque la puerta es de una sola dirección y el tiempo comienza a contarse de forma distinta, como un resto, no como lo que habrá, sino como lo que queda e inexorablemente se consume.
Permaneció durante un rato más con los ojos cerrados repitiéndose lo mismo que se decía cada mañana, como una cantinela: «No me importaría morir en este mismo instante». Se había acostumbrado a combatir el sentimiento de culpabilidad con el autodesprecio y luego combatía el autodesprecio con aquel eslogan de la conciencia que era, al fin, el que le daba fuerzas para salir de la atroz duermevela y levantarse de la cama.
El infierno del alma no se enciende con los ardientes carbones del odio, sino con las cenizas del desdén y de la indiferencia, las verdaderas sustancias de nuestro viejo origen, el pecado del ángel: sublevarse al ser ignorado por quien uno estima.
Había proclamado que nadie tiene derecho a manifestar dolor o sufrimiento, porque el dolor y el sufrimiento son contagiosos y sólo estaría permitido exhibirlos en defensa propia, frente a los verdugos que los causan. Pero ¿quiénes son los verdugos de un hombre que llora solo en un retrete tras haber contemplado fugazmente a una estudiante de dibujo?
Desde la adolescencia, ante el estupor de Floro, siempre se había burlado de las películas y las novelas en las que una pobre víctima corría detrás de alguien ofreciéndole entrega y abnegación, mientras llamaba amor a esa esclavitud.
El aire se cargaba de emociones como un árbol enorme a cuya sombra protestaban, discutían, se abrazaban y se perdonaban los amantes, se hacían insólitas confidencias los súbitos amigos, conocidos tan sólo unas horas antes apenas con un nombre que se fugaría inevitablemente hacia el olvido, porque los borrachos de cualquier edad, a partir de esa hora, se volvían sentimentales y tiernos, dignos de compasión, audaces, sabios, perdidos, desmemoriados. Lo sé por experiencia.
Su debate de insomne era oscuro y violento; el desesperado deseo de dormirse era, al cabo, lo que le desvelaba, pues el sueño, cuando llega, es un regalo de la desatención, un descanso del deseo, una pausa blanca de la voluntad; el sueño viene, como viene el amor, por su propio misterio y nadie puede forzarlos ni tener sobre ellos imperio. Por el contrario, ellos son quienes nos tienen a nosotros, de ellos somos y sólo cuando quieren nos alcanzan.
La había amado desde la adolescencia sin ninguna clase de realismo y ese sentimiento había sobrevivido en el corazón de sus sueños como un rasgo de identidad, un espacio emocional y onírico en el que se reconocía a sí mismo a través del tiempo, un rincón de la memoria sentimental que ya formaba parte de su autoestima. Era un amor de tal naturaleza que no precisaba en absoluto de la participación de la persona amada, la cual cumplía sobradamente su papel con el mero hecho de existir.
La mayor parte del tiempo no ocurre nada y la mayoría de la gente siempre está en un «antes» o en un «después», a veces durante toda su vida. Claro, se las arreglan para creer que sucede algo, les hace ilusión, pero no suele ser así, la mayoría tiene miedo a que suceda algo de verdad, algo que de verdad los afecte.
La soledad está muy mal repartida por el mundo y suele concentrarse en los bares a ciertas horas de la noche, y la soledad ha sido siempre muy parloteadora, ha producido libros enormes, obras admirables, y también crímenes trenzados con un cuchillo de cocina, seguidos de gran arrepentimiento.
Aquí está, ya ha llegado, esto es la supervivencia, el desnudo y limpio sentido de la vida, una contabilidad de comidas y defecaciones.
No era pereza su pecado, pues no temían el esfuerzo, tampoco era tristeza, sino algo mucho más hondo: melancolía sin memoria, desinterés sin nostalgia, aburrimiento sin certezas, indiferencia sin identidad. Tal era la acidia, una pérdida de algo que uno ya ha olvidado que ha perdido, una ausencia de lo que acaso nunca estuvo.
En mitad de la noche cualquier ruido me sobresaltaba: «¡Es ella!», y la desesperación consistía en esas ráfagas absurdas de esperanza, se nutría de ellas y así se prolongaba. Sin esas ráfagas puede ser bastante cómodo estar desesperado y hay quien llama a tal estado vida cotidiana, pero entonces yo carecía de vida cotidiana y aquellos súbitos brotes de ilusión me estaban matando.
¿Qué podría reprocharle?, ¿acaso era ella culpable de no poder amarme?, ¿es alguien culpable de no sentir lo que desearía sentir?
No importan la edad ni la experiencia acumulada, el aprendizaje de la decepción parece ser un proceso interminable. Es decir, imposible. Siempre te queda un rincón en el alma dispuesto a ser herido.
Parece mentira que casi nadie se haya dado cuenta de que amar es el acto de egoísmo más perfecto de todos, pues a quien más beneficia es a quien lo ejerce. Te libera de ti mismo y te saca fuera. Ahí, por fin, donde transcurre la vida inexplicable, ese extraño lugar donde morir carece de importancia, el lugar del amor.